Mi historia de terror de mi encuentro con el sanguinario "Comandante Galo" de los Zetas

"¿Cuánto cobras por irte conmigo?", me preguntó un señor muy malo, pero muy guapo. Llegó al bar y me sentó en su mesa. 

No sabía quién era, jamás hacía salidas, porque cuando trabajas en un bar nadie te respeta, eres mujer de la calle, no vales nada, te matan y a nadie le importa; siempre del bar a mi casa.

"Te voy pagar muy bien", insistió y puso bajo mi nariz una paca de billetes que sacó de la bolsa del pantalón. Finalmente va a pagarme, pero ¿y si quiere matarme?, pensaba. "No puedo salir, el patrón no lo permite", contestaba para que me dejara en paz. Andaba muy loco, a cada rato se levantaba al baño y volvía con los ojos cristalinos; se atascaba mucha coca. Con una servilleta le limpiaba la nariz. "¡No me limpies! ¿Qué no sabes quién soy?", gritaba encabronado. "No sé quién eres, ¿quién eres?", le preguntaba, pero se quedaba callado. De repente hablaba cariñoso y acariciaba mi brazo y después estaba jaloneándome. "Cálmate, contrólate", le pedía. "Te vas a ir conmigo ya", habló con fuerza y se paró a la barra a hablar con Javi, mi patrón.

No sé qué se dijeron, pero mi patrón hizo una seña de que fuera a la barra mientras el otro fue al baño a meterse más coca. "Qué más diera yo porque no te hubiera echado los ojos", empezó a decirme mi patrón, con tono de abuelo, "te recomiendo que te vayas con él y no lo contradigas; si dice que es rojo aunque tú sepas que es azul síguele el rollo; es muy sanguinario, es el comandante Galo de los Zetas".


Por temor, mi patrón, no le cobró mi salida del bar. "Diosito cuídame", me encomendé. Por mi cabeza pasaba mi mamá, mis hijas, mi hermana. Nos fuimos en una camioneta que manejaba como loco; dos estacas (guardaespaldas) iban en el asiento de atrás, llevaban cuernos de chivo y granadas de las que le dicen piñas. Terminamos en un motel. No quiso sexo, sólo que estuviera tomando y drogándome con él. No más cocaína, ni alcohol, pensaba, pero ¿y si le digo que ya no quiero y enloquece?, imaginaba mil cosas.

Seguimos inhalando y tomando cerveza hasta la mañana; él se empezó a quedar dormido. "Acuéstate a mi lado", me abrazó muy fuerte y no pude zafarme como en cinco horas. Cuando se despertó quiso llevarme a mi casa, pero se dio cuenta que le tenía pavor y que no quería que supiera donde vivía. "¿Qué acaso te hice algo anoche?", preguntó, pero no contesté. Solamente pensé: ¡Nombre! ¿Qué tal si se quiere pasar de verga con mi familia? Propuso ir de compras al centro de la ciudad. Sin estacas, sin camioneta ni armas; se fue limpio, nomás se llevó su credencial de elector; agarramos un taxi. Me pagó cinco mil pesos por mis servicios y compró el mandado para mi mamá; zapatos, leche y pañales para mis niñas y hasta un celular para mí.

Dentro de todo tenía buenos sentimientos. Lo malo es que a huevo quería saber dónde vivía. Estaba resignada, ya íbamos en taxi a mi casa cuando, por obra de Dios, le hablaron diciendo que había una emergencia. "Tengo tu número, y tú el mío", había hecho que apuntara un número de los cuatro teléfonos que cargaba, "cuídate mucho, te voy a marcar", advirtió. No quiero el celular, aunque me conviene, pensaba, es mejor llevármela tranquila y seguirle la corriente.

Pasó un mes, creí que cambiándome de bar ya no le vería. De La Preferida, pasé a La Buena Vida. Una noche estaba comiendo unos Ruffles verdes cuando entró al bar y me vio. Las piernas comenzaron a temblarme, sentí un infarto; el celular que me compró para comunicarse ni lo había sacado de la caja ―mi mamá me recomendó que ni lo tocara― seguía con uno de 300 pesos del Oxxo. Va a matarme o mínimo una desgreñada, pensé. Tres veces mandó a que fuera a su mesa con una de las muchachas. A la tercera de no ir, una compañera me pasó el mensaje: "dice el comandante Galo que si no vas a su mesa viene por ti". Fui a su mesa. "¿Qué no te acuerdas de mí? Soy inolvidable", fue lo primero que escupió. Intenté hacerme pendeja como que no recordaba, pero no pude, a la vez me gustaba y daba terror. Perfectamente recuerdo que iba vestido de tejana, cinturón, botines y una camisa vaquera negra con gallos de pelea bordados en las bolsas; se miraba alineado, muy guapo. Nuevamente no quise irme, pero terminé yéndome con él. Tuvimos sexo, nos metimos coca y tomamos whisky.

Cuatro meses después hubo un enfrentamiento entre los Zetas y el ejército; salvé el pellejo de milagro. Esa noche había quedado de recogerme en mi trabajo que estaba en el centro de la ciudad. Disque iba a pagarme mucho dinero y la chingada; ahora sí que era su juguetito, su diversión; para ellos las mujeres son eso. A las nueve estaba a dos calles del bar, iba casi llegando, cuando vi que donde están los cuatro semáforos, de un lado venía el ejército y del otro, Galo y tres camionetas más; se empezaron a dar con todo; les valió madres que hubiera gente que no tenía nada que ver; se chingaron a cuatro inocentes. Di en reversa para atrás y me escondí dando la vuelta a la esquina. Al otro día en el periódico leí: "Delincuentes y soldados se tirotean y se matan". En una de las fotos salió él hecho papilla. No le deseo la muerte a nadie, pero de cierta forma sentí tranquilidad. Porque cuando un hombre se obsesiona con una mujer es una tortura, nunca sabes a qué hora se le va a votar la canica.

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