La capacidad corruptora del narco es proporcional a la magnitud de los recursos económicos de que dispone. Mediante el ariete del dinero ha infiltrado las más altas esferas de la política y de los cuerpos de seguridad, incluidas las policías y el Ejército.
Así lo documenta el reportero de Proceso Ricardo Ravelo en su libro El narco en México, que a partir de esta semana estará en circulación. Con autorización del sello Grijalbo presentamos fragmentos del capítulo IV: “El Ejército doblegado”.
La noche del 23 de abril de 1989, la cena estaba servida en una amplia mesa del restaurante San Ángel Inn, al sur de la Ciudad de México. Una decena de comensales se disponían a festejar el cumpleaños del general Jorge Maldonado Vega, personaje con una amplia trayectoria en las filas castrenses.
En la mesa del agradecido festejado se chocaban las copas de vino. Amigos y familiares habían sido convocados por el coronel Alfonso Caiseiro Pérez para celebrar al hombre, ahí relajado y sonriente, que él respetaba y admiraba por su carrera militar (…) la amena plática del grupo se vio interrumpida por un individuo de 1.85 m de estatura, que bordeaba los 34 años de edad. Una voz amable apagó la conversación del grupo y la atención se centró en aquel personaje que vestía ropa informal.
–¿Es usted el general Maldonado? –preguntó el sujeto con un tono de amabilidad y fineza.
–A sus órdenes –respondió el militar.
El general Maldonado Vega no había visto antes al personaje, quien atrajo su atención cuando, en cascada, le empezó a enumerar pasajes de su vida castrense. Le dijo que admiraba su entereza porque no lo habían podido comprar ni con 5 millones de dólares, que sabía de su duelo de Chapultepec, que tenía datos acerca de las veleidades que estuvieron a punto de llevarlo a enrolarse con la guerrilla; que tenía conocimiento de su intachable comportamiento ante sus prisioneros, quienes nunca fueron torturados, ni víctimas de delitos inventados ni les robó droga. Aquel personaje también le mencionó que sabía que esas prácticas eran exclusivas de las corporaciones policiacas y del Ejército, que torturan y matan.
(…) Transcurridos 30 o 40 minutos, el viejo general vio despejadas sus dudas: su interlocutor le confesó que era Amado Carrillo Fuentes. La charla prosiguió en confianza. Derribada esa barrera, el festejado terminó por proporcionarle su nombre completo, su dirección y sus teléfonos. Carrillo Fuentes se retiró de la mesa y desapareció del lugar.
Pasaron tres meses, aproximadamente, sin que Maldonado Vega tuviera noticias de Carrillo Fuentes, hasta que una madrugada de julio de ese mismo año, en su departamento del Desierto de los Leones, en el Distrito Federal, recibió una llamada telefónica. Era la voz de una mujer desesperada: Luz Bertila Carrillo Fuentes, hermana del Señor de los Cielos. (…) le comunicó la urgencia: su hermano Amado había sido detenido por un grupo de militares y estaba preso en una ranchería del poblado de Huixiopa, Sinaloa. Le dijo que sabía que lo habían torturado y que corría peligro.
–(…) le pido, por favor, que lo ayude. Usted es el único que puede hacerlo –suplicaba la mujer del otro lado del auricular.
(…) A las 8:00 de la mañana del día siguiente, Joel Martínez, quien dijo ser ayudante de Amado Carrillo, se puso a las órdenes del general Maldonado y lo trasladó al aeropuerto de la Ciudad de México. Allí, el militar abordó rápidamente un avión Cessna 210, cuyo piloto en cuestión de minutos tomó pista y despegó con destino a Culiacán, Sinaloa.
A su llegada a esa entidad, el general fue llevado a Navolato, donde radica la familia Carrillo Fuentes. Allí se presentó Luz Bertila, quien le expuso más detalles de la aprehensión de su hermano: Amado Carrillo había asistido a una fiesta a Huixiopa con algunos familiares y amigos. Lo acompañaban, como ya era habitual, varios agentes del Ministerio Público Federal y de la extinta Policía Judicial Federal (PJF); sin embargo, un grupo de militares lo había detenido, sin motivo aparente, y ella sabía que, por los golpes que le propinaron, su hermano estaba inmóvil de medio cuerpo y la gente del pueblo decía que lo iban a linchar.
–Sálvelo, general, por favor. Sé que usted puede hacerlo…
(…) El general se dirigió a la base de operaciones que el Ejército tenía en ese sitio y se puso en contacto con el comandante para preguntarle si era verdad que tenían como prisionero a un tal Amado Carrillo.
(…) Minutos después llegó el sargento Heriberto Baltasar Pantaleón, quien de inmediato increpó a Maldonado Vega, preguntándole para qué quería verlo. El general le respondió que sabía de la detención de Amado Carrillo, que la familia desconocía la razón y que estaba preocupada porque entre la gente corría la versión de que lo iban a ejecutar.
Baltasar Pantaleón expuso que el señor había sido detenido porque les pareció sospechoso, debido a que iba armado: portaba una pistola calibre .45 con empuñadura de oro y andaba enjoyado. “Nos parece que puede ser un capo grande” y estamos esperando a que nos den instrucciones sobre qué hacer con él.
–Golpear a una persona tan severamente y retenerlo tanto tiempo no se les ha enseñado en el Colegio Militar y es un error grave. Para eso está la PGR, es la instancia a donde lo deben enviar con todas las pruebas que tengan en su contra –expuso Maldonado Vega al sargento.
(…) El diálogo entre Maldonado Vega y Baltasar Pantaleón se cortó. Éste dio por terminada la plática, pidiéndole al general que se retirara del lugar y que no siguiera insistiendo. Para ese momento, el titular de la Sedena estaba enterado de la detención de Amado Carrillo y de las gestiones que en su favor realizaba Maldonado Vega.
(…) Luego, se retiró del sitio y abordó la avioneta de regreso a Culiacán, donde volvió a encontrar a la hermana de Amado. Ambos se dirigieron a la casa de la madre del detenido. En una charla, en la finca La Aurora, municipio de Navolato, el general fue claro y directo:
–El problema de Amado es mayor a mi capacidad para hablar por él. Se le detuvo con un arma y es probable que sea consignado. De todo este asunto, y hasta de mi presencia aquí, ya está enterado el secretario de la Defensa, Antonio Riviello Bazán. Yo les sugiero que acudan ante las autoridades civiles o militares para arreglar este asunto.
La señora Aurora Fuentes, una mujer bragada y de fuerte carácter, entendió la posición del general Maldonado, a quien agradeció el gesto y la atención de acudir en apoyo de la familia y su hijo.
–Preparen el avión para que lleven al general a la Ciudad de México –ordenó la madre de Carrillo Fuentes.
El general solicitó que mejor lo trasladaran por carretera a la ciudad de Guadalajara, desde donde voló en línea comercial a la Ciudad de México.
El reencuentro
La siguiente ocasión en que el general Jorge Maldonado Vega tuvo contacto con el Señor de los Cielos fue en la cárcel. Dos meses después de la detención, y en agradecimiento por haber atendido el llamado de su familia, el capo pidió a su hombre de confianza, Joel Martínez, localizarlo, para invitarlo a que lo visitara en el Reclusorio Sur, donde estaba preso por portación de arma prohibida. El general aceptó gustoso la invitación y acudió al día siguiente. Pasó todas las aduanas sin ser revisado, nadie le preguntó a quién iba a ver ni le exigieron identificación.
(…) Al llegar al sitio donde estaba Amado Carrillo con un grupo de internos, éste llevó al general a un espacio libre para dialogar a solas. Sentados en una banca, le confesó:
–General, me da mucho gusto verlo. Deseaba agradecerle lo que hizo por mí y por mi familia. Afortunadamente, sólo fui consignado por portación de arma de uso exclusivo del Ejército, pero cuento con amigos dentro de la PGR para que el problema se resuelva en un año. Yo le pido, por favor, que no pierda contacto conmigo. Si usted cambia de domicilio, hágaselo saber al ingeniero Joel Martínez.
(…) A finales de 1990 y principios de 1991, el asistente del capo le telefoneó para comunicarle que muy pronto se resolvería el problema del jefe, que toda la gestión para liberarlo estaba en manos de la PGR, que sólo era cosa de esperar un tiempo. Meses después, el general recibió un nuevo telefonema. Era el enviado de su amigo, quien le comunicó que “el jefe” quería verlo, pues había sido liberado y estaba de regreso a la actividad.
El general tomó el primer vuelo hacia la Ciudad de México. Al llegar al aeropuerto lo recogió Martínez, quien lo instaló en el hotel Real del Sur (…)
(…) Después del protocolo, Amado se reunió con él en privado, volvió a agradecerle su intervención y le ofreció una disculpa por haberlo afectado. Le dijo que estaba enterado de que los altos mandos militares habían sabido de su intervención en aquella ocasión y después le anunció que le iba a regalar 5 millones de dólares.
(…) Le dijo que con ese dinero se podía comprar 50 camiones Kenworth, le propuso otorgarle 5 millones de dólares más para que adquiriera una cantidad de tractocamiones similar para él y le pidió que se los administrara.
(…) –¿En cuánto tiempo tendrá usted una respuesta? –insistió Carrillo Fuentes.
–En seis meses. Déjeme pensarlo bien.
Transcurrido el plazo, el general se puso en contacto con Amado Carrillo, quien lo citó en la misma casa. Sin embargo, en contra de lo que pensaba, el capo se mostró desinteresado y se excusó arguyendo que en ese momento no disponía de efectivo. Agotado el asunto, el general se despidió y regresó a Guadalajara. (…)
Amado y el Ejército: la negociación
Al igual que el general Jorge Maldonado Vega, Adrián Carrera Fuentes, director general de la PJF en el sexenio de Carlos Salinas, se convirtió en uno de los hombres más cercanos a Amado Carrillo Fuentes y, como muchos otros aliados del capo, no resistió los “cañonazos” de dinero que le ofrecía el jefe del cártel de Juárez.
(…) Con el tiempo, Carrera Fuentes se convirtió en uno de los hombres más cercanos al Señor de los Cielos, junto al general Maldonado Vega. Este último, por su parte, llegó a fungir como enlace para acercar a los hermanos Carrillo Fuentes con los presuntos mediadores de otras organizaciones criminales –sobre todo del cártel de Tijuana– para que negociaran ante la Sedena el fin del conflicto entre ellos y así terminar con la violencia que se vivía en el país. (…) Confiaba en los buenos contactos que tenía al interior de las Fuerzas Armadas.
Uno de esos contactos era Eduardo González Quirarte, quien primero logró que la propuesta del capo del cártel de Juárez se sometiera a un serio análisis, que llegó a manos del entonces secretario de la Defensa, Enrique Cervantes Aguirre, un oscuro personaje envuelto en la sospecha. Además de su relación con el narcotráfico y de ser conocido como administrador de algunos bienes de Carrillo Fuentes, González Quirarte tenía acceso directo a las instalaciones de la Sedena, donde era atendido por altos jefes militares. Esa deferencia se debía a que el alto mando tenía interés en concretar la negociación que ya se había puesto en el escritorio de Cervantes Aguirre.
De acuerdo con un reporte fechado el 14 de enero de 1997, en poder del titular de la Sedena, las peticiones de Carrillo Fuentes eran claras y precisas: no deseaba entregarse, tenía interés en negociar y pactar con el gobierno; también pedía tranquilidad para su familia y que lo dejaran trabajar sin ser molestado. A cambio, otorgaría al Estado 50% de sus posesiones; colaboraría para acabar con el narcotráfico desorganizado; actuaría como empresario, no como criminal; no vendería droga en territorio nacional, sino en los Estados Unidos y en países de Europa; traería dólares para ayudar a la economía del país, y no actuaría violentamente ni en rebeldía.
En los dos encuentros que Cervantes Aguirre tuvo con González Quirarte, éste le explicó que si no se lograba la negociación, el cártel de Juárez y su líder llevarían su ofrecimiento, con sus beneficios, a otro país.
En septiembre de ese año, al ampliar su declaración ministerial, el general (Jesús) Gutiérrez Rebollo, quien conocía los detalles del plan trazado por el cártel de Juárez, confesó que González Quirarte tuvo tres acercamientos con el titular de la Sedena. Y precisó que dicho personaje acudió en dos ocasiones a las instalaciones centrales de esa Secretaría, donde fue recibido por el jefe del Estado Mayor, general Juan Salinas Altez, y otros seis generales. El general Rafael Macedo de la Concha también figura en la lista de militares que se entrevistaron con González Quirarte.
Gutiérrez Rebollo –cuya detención sigue siendo una incógnita, aunque se presume que fue víctima de una venganza del alto mando militar– dijo que González Quirarte comentó a los militares que uno de los puntos del arreglo era que los agentes del INCD “no efectuaran operativos, para lo cual se entregaría a unos licenciados, cuyos nombres no fueron revelados, 60 millones de dólares, de los cuales ya se les habían adelantado 6 millones”.
De forma paralela al planteamiento presentado por González Quirarte, otro grupo, presuntamente por encargo de Cervantes Aguirre, hacía gestiones con el Señor de los Cielos para lograr el acercamiento con los altos mandos militares y concretar la negociación. Esos sujetos serían los licenciados que Gutiérrez Rebollo mencionó en su testimonio, quienes buscaron entrevistarse con Carrillo Fuentes a través del general Maldonado Vega.
Pero, ¿quiénes eran esos licenciados y cómo surgieron en la trama de esta negociación del cártel de Juárez con la Sedena? ¿Quién les ordenó ponerse en contacto con los miembros del cártel de Juárez?
En su declaración ministerial, Maldonado Vega cuenta todas las maniobras que se realizaron con la finalidad de que él fuera una de las vías para contactar a Amado Carrillo. La historia se remonta al momento en que el contador Edmundo Medrano presentó al militar con el licenciado y periodista Rafael Pérez Ayala, quien en abril de 1996 le pidió que hiciera contacto con el narcotraficante Carrillo Fuentes; posteriormente contactó también a Fermín Duarte, a quien contó el plan de Pérez Ayala.
Pérez Ayala se identificó ante el general Maldonado Vega como una persona de confianza del titular de la Sedena y presumió tener derecho de picaporte en la Presidencia de la República. Según el testimonio del militar, Pérez Ayala también le comentó que tenía el respaldo de un fuerte grupo político –aunque no mencionó los nombres de sus integrantes–, preocupado por la ola de violencia provocada por el crimen organizado e interesado en pactar con las organizaciones criminales, por lo que pensaron en él para llegar al Señor de los Cielos.
–Nadie más que usted es la persona ideal para contactar al señor Amado Carrillo. Confiamos en que, por su cercanía con él, usted podrá ayudarme –le dijo Pérez Ayala a Maldonado Vega.
(…) Cuatro meses después del fallecimiento de Carrillo Fuentes, el 22 de noviembre de 1997, Pérez Ayala, articulista del diario Excélsior, fue asesinado. Había desaparecido desde nueve días antes; su cuerpo fue encontrado oculto en la cajuela de su coche. Su hija Yanila se había comunicado con su padre unos días antes del desenlace, quien la tranquilizó diciéndole que estaba atendiendo a unos clientes.
Dicha reunión se habría llevado a cabo en el hotel Marriot, la cual concluyó a las 19:00 horas. Pérez Ayala, entonces de 61 años, se despidió de sus clientes y abordó su coche. Ya no se le volvió a ver, sino hasta que apareció muerto en Tlalnepantla, Estado de México.
DE TROSTRY AL NARCO
Esta es la historia jamás contada de un militar que de joven perteneció a los círculos clandestinos de izquierda revolucionaria en el ejército, en los tiempos que el fantasma del comunismo de los años sesenta en México era el enemigo público número uno. La trayectoria de Jorge Maldonado Vega dio un vuelco de 180 grados cuando a finales de los años ochenta conoció a Amado Carrillo Fuentes, capo del cartel de Juárez, a quien visitó varias ocasiones en el reclusorio sur de la ciudad de México cuando cayó preso a principios de los años noventa. Documentos obtenidos de los archivos de Lecumberri y del juicio penal al que fue sometido, lo exhiben como simpatizante de ideas “subversivas” y años después, cómo interlocutor privilegiado -por su cercana amistad- del llamado “Señor de los Cielos”.
–Usted también fue de un partido de oposición—reclamó Jorge Maldonado Vega aquella tarde de junio de 1967 al entonces secretario de la Defensa Nacional, Marcelino García Barragán, quien lo había mandado llamar a su oficina para que explicara sus actividades políticas clandestinas. El capitán Maldonado había sido “fichado” meses atrás en una serie de reportes de inteligencia que lo vinculaban con el llamado “Vehículo Trotskysta Militar”, que en aquella época intentaba realizar actividades de adoctrinamiento al interior del ejército mexicano.
–Yo sólo sigo su ejemplo de no ser del PRI—añadió el joven oficial. García Barragán no se incomodó, era una verdad histórica su reticencia al partido tricolor pues en las elecciones presidenciales de 1952, donde resultó electo presidente de la república Adolfo Ruiz Cortines, había sido coordinador de campaña del frente opositor que encabezó el general Miguel Henríquez Guzmán. Al viejo revolucionario le caía bien aquel muchacho, decía que era preparado y además bronco; una ocasión a las afueras de su oficina durante un altercado se había liado a golpes con su jefe de ayudantes, el capitán López Lena, desde ahí le simpatizó. Aunque en ese encuentro le advirtió de que eran otros tiempos, no era conveniente “andar de agitador” y le anunció que a partir de ese momento sería removido al interior del país.
Maldonado estaba identificado como “Hernando”, seudónimo con el que participó en varias reuniones de un grupo de militares simpatizantes del Partido Obrero Revolucionario Trotskysta (PORT), realizadas en aquellos meses por el rumbo del Lago de Guadalupe, al norte de la ciudad de México. Al grupo lo encabezaba el teniente coronel José María Ríos de Hoyos, un oficial que se había distinguido por sus escritos y posiciones críticas al régimen, había dos médicos militares, el mayor Baldomero Rodríguez Tique y Antonio Villafuerte Moreno, también un ingeniero militar, el teniente coronel José Ayala Morelos y un sargento de la fuerza aérea, Marcelo Velázquez Canseco. Tenían el objetivo de ganar adeptos dentro y fuera del ejército, declaró el capitán a los oficiales de inteligencia militar que lo interrogaron, se “preparaban intelectualmente con el objeto de estar listos en el momento oportuno” para asumir las directivas que marcara el partido. Después de la entrevista el Estado Mayor de la Defensa determinó que Maldonado estaba en periodo de adoctrinamiento, era quien más había cooperado y suponían que no conocía las finalidades materiales de las reuniones. Pese a ello, estaba claro que el oficial era “un convencido militante comunista”, quien expuso en forma “nebulosa” la filosofía política que lo guiaba en su versión trotskysta.1
En la época del anticomunismo exacerbado, el que existiera un grupo clandestino de militares simpatizantes de izquierda, era una señal de alerta para la Defensa. Todos los que fueron identificados como activistas fueron removidos de sus puestos y separados para ser enviados a diferentes partes del país donde no tuvieran contacto entre sí, desde entonces quedaron bajo estricta vigilancia. Al capitán Maldonado lo mandaron en 1968 comisionado a la base aérea milita de Zapopan, Jalisco, donde comenzó a tejer lazos de amistad con algunos personajes que marcarían su futuro.
En 1954 se había graduado como subteniente de zapadores en el Colegio Militar, tiempo después se cambió a infantería y realizó el curso de paracaidista que concluyó en 1965. Fue comandante del cuerpo de cadetes del Colegio del Aire en Zapopan hasta 1971 cuando abandonó Jalisco para quedar comisionado en el Estado Mayor Presidencial, el cual dejó en 1974 para llegar a Culiacán, Sinaloa, como segundo comandante del 12 batallón de infantería. Regresó a Jalisco en 1982 con la orden de organizar el que sería el 79 de infantería que encabezó durante dos años, ascendió a general y pasó comisionado a Puebla donde se retiró del servicio en 1985. En diciembre de 1988 Javier García Paniagua, primogénito del general García Barragán, lo invitó a trabajar con él como director de la academia de policía del Distrito Federal. Cuando desempeñaba este puesto conoció a un hombre que entonces decía tener 34 años de edad, de complexión regular, bigote y cabello lacio, con acento norteño y estatura por arriba del metro ochenta. Fue durante un convivio por su onomástico en abril de 1989 en el restaurante San Angel Inn, donde sus colegas del plantel le ofrecían una cena. De una mesa contigua se paró éste individuo quien en tono cordial se le acercó para presentarse.
–¿Usted es el general Maldonado? –preguntó. –A sus órdenes—respondió. Se presentó como Amado Carrillo Fuentes, le dijo que conocía su historial de <>, sabía de su notoriedad porque “iba a ser un guerrillero”, además a la gente que detuvo nunca la torturó, no los “cargó ni inventó delitos ni les robó droga”. Era un caso entre policías y militares, dijo, “ya que estos torturan y matan”. El militar discrepó. Le dijo que no creía que eso fuera verdad y charlaron durante más de media hora. Años después, cuando el general fue detenido acusado de vínculos con el narcotráfico, al rememorar este primer encuentro, declaró ante las autoridades que no tenía idea de quién era su interlocutor, pero por el tipo de conversación que sostuvieron dedujo que “probablemente se dedicaba a actividades del narcotráfico”. Le aclaró que durante su estancia en Jalisco como comandante de batallón, nunca lo habían podido comprar “ni con cinco millones de dólares”. Casi para finalizar el encuentro dedujo dos opciones sobre la actividad a la que se dedicaba ese hombre: “ó era narcotraficante ó era policía”. De cualquier forma le inspiró confianza, reconoció, e intercambiaron direcciones y teléfonos con la promesa de volver a encontrarse. Lo hicieron poco tiempo después, cuando en el mes de julio de aquel año Amado fue detenido por una compañía de infantería en Huixiopa, en la sierra de Sinaloa. El militar intervino pero nada pudo hacer para que fuera consignado al reclusorio sur.
Tras la captura de Amado, el general Maldonado fue a visitarlo meses después a la cárcel, el intermediario fue un individuo que se identificó como Joel Martínez, un ingeniero que actuaba como brazo derecho del capo. Fue quien facilitó la entrada por las aduanas del penal sin que los molestaran, recordó el militar. Dentro Carrillo Fuentes demostraba ser “un hombre de gran poder ya que disponía de un número amplio de habitaciones conyugales” donde departía la gente que lo visitaba. Ahí lo recibió con un abrazo, lo llevó a una mesa contigua y le contó que lo habían consignado por portación de arma prohibida. Le confió que pronto saldría pues “contaba con amigos dentro de la Procuraduría General de la República” y calculaba no más de un año en que obtuviera de nuevo su libertad. Le pidió que no perdiera contacto con él, que si llegara a cambiar de domicilio avisara al ayudante con el que llegó para tener actualizados sus datos. Así lo hizo cuando regresó a vivir a Guadalajara desde el DF, cuando abandonó su cargo en la policía capitalina para dedicarse al negocio de “bienes y raíces”.
A principios de 1990 una llamada a su domicilio del ingeniero Martínez le anunció que Amado ya estaba en libertad y quería verlo en la ciudad de México. Le pagarían el boleto de avión y el hospedaje, a lo que el general aceptó. Lo recogieron en el aeropuerto y lo llevaron al hotel Real del Sur, en el cruce de Calzada de Tlalpan y División del Norte, donde pernoctó esa noche. Al día siguiente pasaron por él para llevarlo a una casona por el rumbo del Pedregal de San Ángel. Ahí encontró a la familia Carrillo Fuentes en una comida, lo invitaron a pasar y tras la sobremesa, Amado lo condujo a una habitación privada para platicar a solas con él. Le dio las gracias por su apoyo y le pidió disculpas por el daño que le pudo haber ocasionado aquella ocasión que abogó por él cuando lo detuvieron. Le ofreció cinco millones de dólares por su intervención algo que al militar le extrañó. Le dijo que con esa cantidad podía comprarse unos cincuenta camiones kenworth, y le propuso darle cinco millones más para que comprara otros cincuenta tráileres para que se los administrara. Maldonado comentó que “nunca había manejado grandes cantidades de dinero y que no sería normal esa tenencia de dinero”. Le propuso al capo que le dejara analizar la situación ya que quizá podría aceptarle un préstamo sin intereses a tres o cuatro años. –¿En cuánto tiempo me da su respuesta general?—preguntó Carrillo. –Deme seis meses—contestó.
Cuando narró este encuentro ante la autoridad judicial, lo cuestionaron del por qué si conocía las actividades de Carrillo nunca lo denunció ó hizo algo por detenerlo. El general contestó: “por el simple motivo de que era del dominio público que gozaba de protección por parte de autoridades civiles”. Al continuar con su relato, contó que varias veces el capo lo invitó a Ciudad Juárez y al DF donde una ocasión le reclamó “de que servía su honestidad” y le reiteró su invitación para que trabajara con él. El militar de nuevo se negó lo cual no impidió que lo siguieran buscando. Una ocasión en los primeras semanas de 1994, lo mandó traer a la ciudad de México, lo hospedaron en el mismo hotel a donde llegó Carrillo a visitarlo. Estuvieron un buen rato en el restaurante, a mitad de la charla lo cuestionó sobre su relación con los altos mandos del ejército, generales comandantes de zona y de guarnición. Maldonado dijo que era nula y sería un “grave problema” dada la relación de compañerismo, si se conociera que eran amigos. Amado le pidió “que lo relacionara con personal militar de alto nivel, es decir, que lo presentara y le ‘metiera el hombro’ con los generales”. Nunca le explicó cuál era su finalidad, pero el brigadier supuso que era para facilitar sus actividades de narcotráfico, por lo que se negó.
Según su testimonio pasaron dos años y a mediados de 1996 lo contactó de nuevo para invitarlo al DF. Lo hospedaron en el hotel Emporio de Paseo de la Reforma, ahí llegó por él una camioneta con chofer que lo trasladó a una residencia de las Lomas. Encontró a Carrillo en una espaciosa sala decorada en estilo vanguardista de donde se incorporó para recibirlo. Lo condujo a un espacio más pequeño y reservado donde le confesó que “tenía todo bajo control”, hizo un relato de sus actividades y le comentó que ya contaba con apoyos “poderosos” en el mundo de la política y le pidió que le organizara un equipo de cuarenta hombres para su seguridad “y para lo que fuera necesario”. Añadió que él podía comprar “el mejor armamento que existe en el mundo”, y para la tarea que le encomendaba podía disponer de “grandes cantidades de dólares”, además que en adelante viviría “como nunca había soñado”. El general de nueva cuenta se negó. Según su versión, fue la última vez que lo vio.
A mediados de los años ochenta, cuando era comandante del 79 de infantería en Jalisco, Maldonado contó que conoció a otros capos por medio de Javier Barba, un individuo que se decía líder estudiantil en Guadalajara y trabajaba como “madrina” en la hoy desaparecida Dirección Federal de Seguridad, la otrora policía política del antiguo régimen. Una ocasión cuando este hombre le solicitó una entrevista, lo invitó a una casona por el rumbo de la avenida Manuel Acuña, donde le contó que había “desde uno a cinco millones de dólares” si entregaba droga que decomisara a la Policía Judicial Federal. El general creyó que en esa reunión iban a estar solos pero ahí fue presentado con Juan José Esparragoza Moreno “El Azul”, Rafael Caro Quintero, Emilio Quintero Payán y Ernesto Fonseca Carrillo. En ese encuentro les indicó que “cada quien a lo suyo” y que quemaría cada kilo de droga que incautara. “Y donde observara a cualquiera de ellos en actos de delito, los iba a asegurar”. Luego de su dicho Esparragoza y Quintero Payan exclamaron: –¡Esos son huevos!—y acto seguido, según su testimonio, le pidieron “les permitiera besarle la mano, hecho que realizaron los antes citados”.2
Maldonado se retiró del lugar acompañado de Barba, en los meses siguientes la droga que incautó fueron plantíos de marihuana que incineraron en el lugar de la siembra, como en el cerro de Tequila y el poblado de Santiaguito. Nunca volvió a ver a estas personas, aseguró, después se enteró que a Barba lo habían asesinado en un enfrentamiento en Mazatlán, Sinaloa y a Esparragoza lo encontró en el reclusorio sur el día que visitó a Amado Carrillo. En 1984 fue Barba quien lo presentó con Joaquín “El Chapo” Guzmán, le dijo que era “de la palomilla” cuando se encontraba acompañado de agentes de la Federal de Seguridad de la ciudad de Guadalajara. La segunda ocasión que estuvo con el hoy jefe del cártel de Sinaloa, fue en 1987 cuando lo encontró a la salida del lienzo charro de Guadalajara y lo invitó a su despacho que tenía por el rumbo de la avenida Colón. El general nunca aclaró en sus testimonios judiciales de qué habló con el capo, pero tiempo después dice que se enteró que éste era “trabajador” de Esparragoza y que tras su detención por esos años “empezó a crecer en actividades del narcotráfico”. Tampoco dejó en claro aquella ocasión de marzo de 1986 cuando un oficial adscrito al grupo de información de la comandancia de la quince zona militar en la capital jalisciense, le alertó para que saliera de su domicilio donde se encontraba con sus amigos Otho Camarena y Javier García Morales, nieto del general García Barragán, ya que “los iban a matar elementos del ejército”, por lo que abandonó el lugar llevando consigo “cinco millones de dólares en alhajas y moneda americana”.
Maldonado el joven oficial que tuvo inclinaciones trotskistas en los años sesenta, fue detenido a finales de 1997 acusado de proteger a Carrillo Fuentes, pasó casi cinco años en prisión hasta que fue absuelto en septiembre del 2002 por un tribunal unitario. Fue el primero de los generales procesados por narcotráfico en obtener su libertad.
1.- Expediente 11-81-66. Legajo 2, Hojas 255 a 266 Fondo Dirección Federal de Seguridad (DFS), Archivo General de la Nación y Expediente 11-81-69. Legajo 6, Hoja 94.
2.- Declaración ministerial del general brigadier retirado Jorge Mariano Maldonado Vega. Fojas 127 a 156. Poder Judicial de la Federación. Causa Penal 39/99.
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